Una infección recorre las arterias de la humanidad con inusitada fuerza, la vigoriza el tiempo, la persistencia de su acción devastadora a través de la historia. Ha mutado, modificó sus recursos, perfeccionó la fórmula de su veneno y se mimetizó con formas inesperadas.

El filósofo alemán, Friedrich Hegel, resumió la historia de la humanidad con la tensión plasmada en su Dialéctica del amo y el esclavo, esa relación natural entre los dueños del poder y los relegados del sistema, los seres arrojados a los márgenes del mundo y convenientemente convencidos en su momento, por los recursos de la biopolítica, de que su condición de esclavos es una consecuencia natural del divino orden de las cosas.

Umberto Eco también incursionó en este análisis con su obra “Construir al enemigo” (2012), reconociendo en cada rincón de la historia la presencia del siempre bien dispuesto pánico moral que nos aleja de aquellos seres que un interés importado en nuestra subjetividad selecciona como una amenaza para nuestras vidas.

La estigmatización de las mujeres, los negros, los judíos, los marginados, los refugiados, los gitanos, los leprosos, los homosexuales y de todos aquellos que sirvan de contraejemplo para los intereses de los sectores hegemónicos de poder absoluto, ha sido un recurso repetido y sostenido de forma permanente para mantener el odio social bien encaminado, en el sentido conveniente y sin mayores esfuerzos.

El formato del entretenimiento televisivo, sobre todo a fines del siglo pasado, ha ayudado a normalizar actitudes que resultarían inapropiadas sin el permiso que les brinda el lugar de la verdad otorgado a los medios de comunicación. La burla, las vejaciones transmitidas en directo bajo la excusa del humor, la violencia de género sobre el escenario del show explosivo y con gran audiencia, la descalificación promovida por un periodismo disparatado ejercido por una manada de panelistas y opinadores improvisados, la oferta permanente del escándalo como producto de consumo y el placer narcótico por el escándalo y las disputas guionadas; todo ha contribuido para derrumbar los niveles de discusión de todos los temas a estamentos subterráneos.

La denominada “farandulización” de la política, por ejemplo, es una muestra clara de este fenómeno. Los grandes gurúes de las campañas políticas de la derecha nacional, recomiendan tratar al electorado como un conjunto de simios, incapaces de cualquier razonamiento, a los que hay que trasmitirles emociones y no ideas. Esto resulta preocupante, más aún si pensamos que es una estrategia que ha logrado buenos resultados para el neoliberalismo en nuestro país hasta no hace demasiado tiempo atrás.

Si algo podemos reconocer como un factor común en todo lo someramente expresado hasta aquí es la presencia de un elemento que con diferentes fisonomías se ha impuesto en las tensiones sociales desde siempre: la violencia. La violencia que en un principio fue física y en la actualidad ha sumado un componente simbólico, desde lo discursivo, sostenido y promovido por la dinámica de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Dispositivos que nos extienden y nos completan, nos proyectan y nos prometen el milagro de la ubuicuidad, la multiplicación del ser y sus identidades, la multipresencia para atender diferentes frentes de batallas en donde somos héroes y villanos con idéntica eficacia.

El filósofo sur coreano, Byung Chul Han, señala en su obra “La topología de la violencia” (2016), que en la sociedad contemporánea, bajo los mandatos absolutistas de las demandas capitalistas, opera una lógica de positivismo extremo que suprime toda negatividad y reemplaza la violencia externa hacia el interior de los sujetos donde cada ciudadano ejerce esa violencia hacia sí mismo en un estado permanente y alienante de autoexplotación.

Desde estas páginas nos atrevemos a sostener que esa violencia autoinflingida no es otra cosa que un estado, impuesto por los mercados sobre cada individuo, de permanente angustia y desilusión, un disconformismo que oprime los sentidos y se convierte en el terreno ideal para sembrar el desprecio por el otro, cualquiera sea y en cualquier momento.

Los medios dominantes de comunicación son las herramientas preponderantes en la conformación de estas sociedades infectadas por el odio, un odio que forma parte cada vez con mayor frecuencia y menores reparos, del discurso periodístico hegemónico.

Esta especie informativa, que denominaremos Hate News, no es otra cosa que los titulares insultantes, las fotos degradantes, las adjetivaciones violentas, las ilustraciones malintencionadas y las abundantes potencialidades negativas que se derraman en cascada desde diferentes soportes. Las Hate News son complementarias de las tan estudiadas Fake News, no solo son falsas con clara intencionalidad corportiva, sino que habilitan una amplia gama de términos insultantes que son tomados por ciertos sectores sociales como construcciones de clase, como insumo para cartelería de protesta o proclamas disparatadas.

Las Hate News son como el viento sobre las brasas siempre encendidas del resentimiento social, son el látigo en el lomo de la bestia que la enfurece y la lleva a embestir todo lo que se le ponga enfrente, es el susurro de la provocación en el oído que nos ciega y nos nubla la razón.

Hay medios de comunicación que le han otorgado a este tipo de noticias un protagonismo central en sus portales y en sus redes, en tiempos de pandemia replican la conducta viral, conscientes de su poder de contagio exponencial. Saben que el odio es una emoción incontenible, no requiere de lógica alguna, ningún análisis, funciona con la simpleza de la experiencia del perro de Pavlov, los medios son en este caso los que hacen sonar cada día, a cada instante la campana que colma de espuma las fauces del ocasional espectador.

La agenda del odio opera con firmeza, soporta el embate de la lógica, de la contraprueba, la desmentida. Se sostiene a pesar de los intentos por desbaratarla, goza de buena salud y logra exagerados resultados que alcanzan, con demasiada frecuencia, la locura temeraria de nutridos grupos de personas que sostienen cualquier falacia que se asemeje a sus deseos.

Entendemos que ciertos miedos se despejan ante la luz y es por eso que suponemos que el conocimiento de los engranajes, que ponen en funcionamiento esta funesta maquinaria, puede reservarnos la esperanza de lograr su desmantelamiento. La formación de periodistas nos impone este mandato, nos obliga a exponer las capas subcutáneas del territorio de los medios, las bajezas edulcoradas y maquilladas como estrellas rutilantes y confiables; en definitiva, nos confía el imperativo de diferenciar entre los auténticos periodistas y los simples operadores mediáticos al servicio de aquellos que, bajo ninguna circunstancia, persiguen la verdad.

*Por Lic. Alejandro Ippolito : Docente -investigador Observatorio de Medios, ciudadanía y democracia- FACSO-UNICEN

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