El domingo 7 de agosto se presentará en la Feria del Libro Tandil 2011, el libro “Cuentos Rojos”, de Hilda Marisol Tamola, autora de la ciudad de Marcos Paz, provincia de Buenos Aires.

“Cuentos rojos”, de Hilda Marisol Tamola, reúne cinco apasionantes cuentos en los que se generan situaciones de terror y maldad provocadas por la irrupción de la muerte, lo insólito y lo sobrenatural en la vida cotidiana. El deseo como arma, la venganza, la venganza, la locura, la hipnosis, el crimen y las supersticiones son algunos de los temas que logran fascinar y sobrecoger al lector quien, presa de vértigo, se ve obligado a formular hipótesis y extraer sus propias conclusiones. El juego entre lo dicho y no dicho, entre lo explícito e implícito, es constante en estos espeluznantes relatos que adolescentes y adultos no pueden dejar de leer.

LA HIPNOSIS DEL DOCTOR ESPEJO

(Del libro “Cuentos rojos”, de Marisol Tamola)

Acababa de fumar un cigarro en la biblioteca de la residencia en la que vivía por aquel entonces, en Puerto Bajo, cuando mi esposa me dijo que un amigo que se hacía llamar Néstor Prado me esperaba en la sala, un tanto nervioso. No me sorprendió la visita nocturna, pues acostumbraba a recibir amigos hasta la madrugada. Sin embargo, no pude evitar sobresaltarme tras escuchar el nombre de quien había llegado. Abandoné el libro que había empezado hacía un momento y me dirigí al salón comedor, mientras pensaba que algo grave le habría sucedido; en efecto, Prado era un hombre casado, con dos hermosas niñas, que no salía de su casa sino para ir a la oficina de correos, donde se desempeñaba como empleado desde hacía diez años.

El hombre estaba parado junto a la mesa, con las manos a ambos lados del cuerpo y el rostro serio. Al verme, abandonó su habitual postura encorvada y se irguió. Noté que sus músculos de relajaban, como si mi presencia lo hubiera tranquilizado. Le estreché la mano y le pregunté luego qué lo traía a mi residencia a aquellas horas. Él miró a su alrededor, inquieto. Amalia, mi esposa, que estaba de pie junto a él con un plato de bocadillos, lo miró inquisitivamente y Juanito hizo lo mismo, desde la silla, con los ojos entreabiertos a causa del sueño.

— ¿Podríamos hablar en privado? — tartamudeó —. Yo… yo necesito su ayuda.

Le pedí que me siguiera hasta la biblioteca. Una vez allí le ofrecí un cigarro, el cual negó rotundamente. Recordé que no fumaba ni bebía desde la juventud, y de eso habían transcurrido ya diez años.

—Estoy muy mal, muy mal—dijo de pronto, con el rostro compungido de dolor —. No sé a quien acudir… Mi psiquiatra de recetó pastillas para dormir y otras de relajación, pero nada dio resultado. Mi esposa no comprende la gravedad del caso…

— ¿Qué lo perturba, señor Prado? Si puedo ayudarlo haré todo lo que…

—Las pesadillas son constantes- me interrumpió, mientras se enjugaba la frente- Ocurre todas la noches desde hace dos meses. En realidad, siempre las he tenido pero desde hace dos meses son diarias. Mire mis ojos y las bolsas que hay debajo de ellas; no consigo descansar.

Observé a mi antiguo compañero de trabajo, a quien no veía desde hacía más de tres meses. La última vez que lo había visto había sido en el restaurante de la segunda avenida, junto a su familia. Noté que la palidez de su rostro era extrema, así como la delgadez de todo su cuerpo, inclusive las piernas que en algún momento el deporte había vuelto robustas y bien formadas. Indudablemente había perdido el cabello, su joroba se había acentuado considerablemente y sus uñas sufrían los nervios diarios.

—La pesadilla suele ser siempre la misma. Me hallo en una antigua casa que se está incendiando y escucho gritos aberrantes. Estoy paralizado, no actúo de forma alguna aunque sé que hay gente en peligro. Cuando despierto, además de estar envuelto en sudor, me invade una angustia y una sensación de culpa realmente aberrante. Usted… usted no puede imaginar cuan doloroso es el despertar.

Le pregunté si no reconocía la casa y admitió que le resultaba vagamente familiar aunque no creía que existiera. Consideraba la posibilidad de haberla visto en algún libro o revista. Definitivamente no recordaba haber vivido aquel episodio de niño y sus padres tampoco le habían hablado jamás al respecto. Le pregunté entonces qué podía hacer yo al respecto.

Prado se restregó las manos, se puso de pie, me miró de reojo y se volvió a sentar.

— ¿Podría hacerme una hipnosis? Tal vez de esta manera pueda saber qué significan las pesadillas y darlas por terminado.

Lo pensé durante al menos dos minutos, mientras observaba a mi interlocutor que ahora deambulaba por la habitación. Tras mi silencio, comenzó a explicarme que no conseguía descansar, las peleas con su esposa eran constantes y temía que la pesadilla fuera premonitoria. Además, a causa de la falta de sueño, no trabajaba con la eficiencia de siempre y tampoco lograba concentrarse. Aunque nunca me agradaba practicar la hipnosis a parientes y amigos cercanos, supe que aquel hombre realmente necesitaba de mi ayuda y accedí. Miré la hora y, tras comprobar que ya eran las once, le dije que fuera a mi consultorio al día siguiente después de las veinte. Él me abrazó calurosamente y salió de la biblioteca con una leve sonrisa de satisfacción en el rostro.

Al día siguiente, poco después de las veinte como habíamos acordado, Prado se presentó en mi consultorio.

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