El domingo 7 de agosto a las 20 en el marco de la Feria del Libro Tandil 2011, se presentará el libro “Cuentos fantásticos tandileros”, de Marcos Vistalli.

A continuación, uno de los relatos, denominado CACHITO:

El Suboficial Mayor González, era el “suncho” más temido dentro del Batallón Logístico. De una notable corpulencia que se multiplicaba dentro del uniforme de combate, por su eterno malhumor, contados eran los que lo tuteaban, menos los que lo apreciaban. Para estos últimos era “Cachito”. Para los soldados y los camaradas –todos maltratados por igual- era… “Cacho de Carne”. En cuanto asomaba su enorme figura el desparramo de “colimbas” y hasta de los propios suboficiales, provocaba un desbande semejante a la aparición de Lucifer en calzoncillos.

Desde hora temprana el  humor del veterano suboficial estaba más agrio que de costumbre. El cartel alusivo que un soldado le había pintado en la letrina del regimiento lo tenía mascullando una venganza acorde con tamaña audacia. ¿Quién podría haberse animado a escribir con una cuidada letra “Cacho de Carne Hijo de Pu…”?

Esperó que los soldados estuvieran acomodados para el almuerzo. Cuando los rancheros se disponían a servir el acostumbrado guiso,  un violento empujón a la puerta dio paso a un enfurecido vendaval profiriendo alaridos y patadas a los bancos. Sacó al escuadrón en el aire y a los panzazos los llevó  rumbo al sector de los  pestilentes excusados.

Blandiendo un sable corto, a los gritos y prometiendo patadas y planazos hizo formar a los soldados en fila de a uno. En la puerta de las letrinas el  suboficial los sentenció: “¡Así que Cacho de Carne es un hijo de pu..!  Ahora van a aprender como se lava el honor de la madre de un guerrero de la patria”. Le dio un empujón al primer soldado de la fila y le hizo pasar la lengua sobre la infamante leyenda. Atrás vino el segundo, a medida que pasaban los soldados -a lengüetazo puro- la repugnante  mezcla  de saliva, mugre, humedad y cáscara de pintura fueron diluyendo la escritura que mancillaba el honor de su apreciada madre. Luego de la tercera ronda, no quedaban rastros de la ofensa. Con semejante castigo nadie se iba a animar a repetir el exabrupto.

Contento con su “hazaña” Cachito pasó por la guardia, desde donde divisó en la cancha de polo a un esmirriado individuo, que en cuclillas, estaba haciendo sebo entretenido con unas bochas de taquear. Enseguida la visera del casquete dio un respingo y sus mejillas tomaron un subido tono rojo. Por el uniforme de combate –los demás vestían casi harapos- seguramente era uno de los soldados caballerizos de la hípica, eternos protegidos de los oficiales y por lo cuales guardaba un odio especial.

Dio un corto rodeo escudándose entre los árboles, hasta que llegó por detrás del hombre enfundado de verde. El individuo estaba agachado, aparentemente jugando distraídamente con las bochas de polo. Otro protegido del capitán, pensó, uno de estos acomodados con plata. A tres pasos de distancia tenía al tipo servido, tomó  carrera como quién va a ejecutar un penal y levantó al pobre soldado de una soberbia y bien calculada patada que llenó el empeine del borceguí con la entrepierna del subalterno. Aullando de dolor, el soldado cayó hacia delante dando una especie de vuelta carnero para después revolcarse en el pasto  gritando y agarrándose las partes doloridas.

-¡Qué diablos está haciendo acá! –bramó-, ¡inútil!, ¡ahora le voy a enseñar como se juega al polo!  ¡A las letrinas!…, ¡carrera marrrrr…!

El tipo seguía retorciéndose como una serpiente, sin poder incorporarse por el tremendo dolor que semejante patada le había producido. En una de las volteretas, en las que casi logró sentarse, Cachito quedó demudado. La feroz cara del suboficial empezó a cambiar de color, del rojo intenso pasó a un rosado suave para quedar totalmente blanca. Desaparecida su permanente cara de  enfurecido bull-dog,  y con ojos de no creer lo que veía, un frío sudor le recorrió la espalda.  Mientras el soldado se revolcaba en el suelo, había alcanzado a divisar sobre su pecho la insignia de subteniente. Lo invadió el terror. Con una tartamudez desconocida en él, apenas susurró:

-Disculpe mi subteniente –se cuadró y continuó con voz entrecortada y balbuceante- lo confundí con uno de esos vagos de la hípica.

-¡Usted es un animal! -el oficial en el suelo seguía refregándose las nalgas-, ¡ni una mula enojada patea de esa forma!, ¡bestia! ¡Ya sabe la que le espera! ¡Mándese a mudar y espéreme en mi despacho! ¡Troglodita!- le dijo en un hilo de voz.

– Le vuelvo a pedir mil disculpas mi subteniente… perdone… eehh… usted seguramente es nuevo… eehh… no lo conozco eehh… lo confundí con estos apañados de la hípica.  Mi subteniente… eehh… ¡Le juro que no hubo mala intención…! Eehh… susurraba, tembleque, en posición de firme y haciendo una innecesaria venia.

Ya de pie, dolorido, miró de arriba abajo al enorme Cachito: “¡Tendría que mandarlo a Covunco, por animal! Pero… vaya… vaya… ¡si me entero de que le vuelve a dar una patada de mula como ésta aunque sea a un perro, se va a acordar de mí por un rato largo!”. La descompuesta voz del oficial prometía un perdón.

-Gracias mi subteniente, muchas gracias. ¿Puedo retirarme?

Antes de que el herido polista lo autorizara, de entre los árboles del bosque se asomó el Pato Montenegro: “¡Me ganaste Cachito!, me ganaste la apuesta ¿dónde te mando el cajón de vino?”.

No hubo forma de convencer al subteniente de que lo del Pato había sido una broma como si Cachito le hubiera apostado a que le pateaba el trasero. Al rato, el voluminoso, implacable y feroz Suboficial Mayor estaba firmando su planilla de castigo. Por las dudas, el Pato pidió licencia por enfermedad… y por unos cuantos días.


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